(Esta es la segunda parte de una historia de gran amor y pérdida. Así también es una historia de distintos tipos de amor. El mío por Don Misterios comenzó, como relaté en la primera parte, cuando me daba clases de matemáticas, pero sobre todo, cuando comenzaba a saber la diferencia entre la realidad y la fantasía. Retomo, pues, el relato del paso de este señor por la vida de mi familia y la manera en que afectó mi vida.)Estuve toda vestida y arreglada para ir a ver a mi amor. Pensaba, dentro de mis fantasías adolescentes, que Misterios correspondía mis intenciones. Caminé… no: Corrí hacia el parque, donde sabía que el me esperaba y donde nos gritaríamos a nosotros mismos y al mundo cuánto nos amábamos. Sabía que mi madre pondría el grito en el cielo y que, muy seguramente, Misterios y yo tendríamos que escapar hacia la capital o hacia otro país. ¡Qué emoción y cuántas aventuras podría vivir a mi corta edad estando con mi enamorado, como prófugos, escondidos de las falsas morales de los pueblos empequeñecidos por sus gentes y por sus costumbres; por su lejanía de la sofisticación. Me pensaba, claro está, una mujer muy sofisticada, que podría soportar todas las vicisitudes de la vida adulta y, como Lolita, aprender sobre la marcha el arte de ser mujer. Claro que yo no terminaría como este personaje. No. Yo, Ana Fortuna, correría una mejor suerte y tendría a mi lado a un gran hombre para probarlo. Iba corriendo hacia el parque decidida a mostrarle al mundo toda la madurez que mis menos de quince años podrían ofrecer.
Me acerqué, pues, al parque. Corrí por los andadores buscando la figura elevada de mi enamorado. Lo busqué en el quiosco, en la fuente de sodas y en cada una de las bancas. A la iglesia, pensé, Misterios no podría haber entrado por propia voluntad. El entendía muy bien, al igual que yo, lo ridículo de las cadenas morales que apretujaban a la gente de pueblo. Que la sostenían atada de manos y voluntad a épocas antiquísimas. Pero... tal vez, en un afán de redención, Misterios pudiera haber entrado en búsqueda de un perdón por adelantado para él y para mí, por los pecados que estaríamos próximos a cometer. Así que encaminé hacia la iglesia justo cuando sonaba la tercera campanada que anunciaba que faltaban quince minutos para la próxima misa y el final de otra. En el atrio apresuré el paso para entrar.
No hizo falta que avanzara más. Logré distinguir a Misterios, con ropa de domingo, avanzando entre los feligreses –hipócritas todos- que se despedían de los cuarenta y ocho santos patrones que adornaban los nichos y tablones de la iglesia de San Tepilco.
Ahí estaba él y mis ojos no podían creerlo. Del brazo “jalaba” a una señora de enorme sombrero. “¡Qué poca clase!”. No podía distinguir quién era la vieja que le colgaba del brazo aún cuando de la sorpresa fui a tropezar justo delante de ellos.
Mi tía me recogió por el brazo y me levantó con la ayuda de Misterios.
Mis ojos no lo creyeron por algunos segundos durante los cuales, sentí cómo se me escapaba la ilusión y la inocencia.
Tía Neuras y Misterios, del brazo caminando tan campantes por el atrio de la iglesia, donde todo el pueblo iba a saber que ese hombre me era infiel… ¡y con mi propia tía!
La ofuscación se me subió a los ojos y empecé a llorar de la impotencia. No. A llorar no. Aunque no podría ponerle un verbo a la manera en la que gritaba, aleteaba y me jalaba la falta almidonada que, con tanta atención, había preparado en la mañana. Agradezco que mis gritos hayan sido tan incomprensibles. Este relato sería un drama shakesperiano si alguna de las personas, que para este momento se habían convertido en mi público, me hubieran entendido. Maldecí a Misterios, maldecí a mi tía, a la gente de ese horrible pueblo, a la familia en la que había sido criada y a ese estúpido personaje ficticio que se había convertido en mi heroína.
Cuando me di cuenta, ahora corría en dirección contraria a la Iglesia. Pasé la avenida central, la carretera, las vías del tren, montón de calles empedradas que me separaron más y más de San Tepilco. A lo lejos, quedaba mi casa, mi pueblo, la gente que más odiaba en ese momento. Corrí.
..Continuará.