No puedo recordar por cuánto tiempo estuve escondida. Y tampoco es el objetivo de mi relato describir en dónde estaba. Basta decir que estuve, según yo, mucho tiempo en ese lugar. Un lugar oscuro y chiquito. Apretado donde más se apretaban mis reflexiones infantiles y mis deducciones ilógicas. Donde, durante un muy buen rato, dediqué horas a odiarlo todo empezando por el pueblo enormemente chico y desmedidamente provinciano en el que había nacido. Continué por odiar a mi absurda familia. A los escasos y obtusos compañeros de juegos. Pero sobre todo a mi tía. Esta pobre mujer que ni vela en el entierro porque nunca supo a quién se referían mis suspiritos, mis dedicadas horas a la costura, mis afanados momentos de lectura.
Después de horas encerrada pensando a quién le podía empezar a hacer daño, empezó este pequeño proceso que, desde que era yo una párvula, determina casi todas mis acciones. Empecé a racionalizarlo todo.
Empecé a buscarle explicación y una metodología a todo. Tanto lo que había pasado como a lo que estaba por suceder (claro, ya podía adivinar qué iba a pasar porque la lógica no fallaba). Me convertí en adivina de todo lo que pasaría en los próximos días, en los próximos años. En mi vida. Marqué pautas. Y pude sentir cómo, poquito en poquito, dejaba de llorar y de patalear en el suelo. Durante mucho tiempo, pensé que este episodio marcó el inicio de la madurez para mí. De la prudencia, del decoro.
Cuando salí de ese cuarto y encaminé para el pueblo, ya se me había olvidado el odio, el dolor, hasta el infame libro de Lolita, que tanto daño me había hecho.
Cuando llegué a la casa. Todo estaba tal como lo había previsto. Mi madre hecha un león, mis hermanas siendo interrogadas por mi papá, que ya había dado aviso a la policía y telefoneado al presidente municipal. Y claro, mi tía faltaba. Seguramente ella tan campante con el pederasta aquel.
Después de la regañada de jornalero que me metieron los señores Fortuna y de mandarme a la cama sin cenar (su castigo favorito). Me sentí mejor. Había pasado la primera etapa y no había sentido nada. ¡Ay, de aquellos como los viera juntos al día siguiente! Mejor, evitar el enojo.
Me recluí, evitando todo, por dos semanas, un mes. Bajo el pretexto de haberme contagiado de fiebre de los pollos del amigo de mi papá, me quedé en casa. ¿Cómo le hice para que me subiera la temperatura? No tengo idea. La fortuna, por única ocasión, estuvo de mi parte. Mi tía telefoneaba de vez en vez para ver si estaba o bien, si “todo” estaba bien. Nunca tomé la llamada.
A mes y medio “de rigor” para recuperarme, me recibieron con la noticia que mi tía contraería nupcias por quinta ocasión con Don Misterios y que mi madre ya tenía el tafetán listo para los vestidos de damas que íbamos a ocupar el martes 28 de diciembre.
miércoles, noviembre 22, 2006
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