¿Han tenido alguno de esos momentos donde huelen algo y les recuerda el patio de su primaria, o ese bailable del 10 de mayo? O cuando pasan por su antigua colonia y casi casi pudieran decir dónde se escondían cuando jugaban y en qué poste se rasparon la rodilla.
A mí me pasa con los dulces.
Era muy muy pequeña cuando los señores Fortuna nos llevaron a mis hermanas y a mí a unas vacaciones en Acapulco. Dado que los nervios de mi madre no le daban para aguantar a tres escuinclas y al señor Fortuna borracho, se llevo a la nana: Abita.
Abita tenía unos 17 años. Siempre nos acompañaba a las vacaciones y era la encargada de entretenernos, vestirnos, ponernos los flotadores, el bloqueador, y un largo etcétera.
Una noche, mi papá llevó a mi mamá a una cena-baile-show. Abita tenía el encargo de darnos de cenar, bañarnos, ponernos la pijama y mandarnos a dormir. Mi hermana Charlotte, siendo necia como toda ella es, no dejó de gritar y llorar por pizza y chocolates hasta que Abita tuvo que correr con el hijo del vigilante y pedirle que nos “echara un ojo” mientras ella iba a la tienda. A los 15 minutos, Charlotte decidió que no quería pizza y que mejor quería sándwiches de jamón. Fue tal su berrinche que Faustino me encargó a mis dos hermanas mientras alcanzaba a Abita para que cambiara el mandado.
Pasaron 30, 45, 50 minutos. De Faustino y Abita no había seña. Penelopita se estaba impacientando y Charlotte ahora quería espagueti. Como pude, alcancé la alacena, bajé los Corn Flakes y se los serví con leche. A mis 10 años era lo más que sabía de cocina.
A los 20 minutos, mis hermanas habían cambiado la cena a medio comer por dormirse en el sillón viendo tele. Abita y Faustino no aparecían. Era tiempo de irlos a buscar.
Salí de la casa y caminé camino a la caseta de vigilancia. Me acerqué lo suficiente a la caseta como para oir que había gente adentro. Voces no eran. Eran algo más.
Con esfuerzo abrí la puerta y vi a Faustino con los pantalones a media rodilla y a Abita oda despeinada. Mis ojos se hicieron grandotes y se me cayó la quijada. Abita, como pudo, se levantó del piso, empujó a Faustino y agarró las bolsas del mandado. Jalándome por la mano me arrastró de vuelta a la casa. “¿Qué pasó?”, pregunté inocentemente. “Nada Anita, apúrale que tus hermanas están solitas”.
Abita mordió las asas de la bolsa y con la mano libre me pasó unos chocolates que tenía ahí. “Mira Anita. Si tu te quedas calladita, todos los días te voy a dar uno de estos, ¿entiendes?”. Asentí. Tonta no era yo, sabía lo que le esperaba a la pobre nana si la señora Fortuna se enteraba del encuentro aquel.
Abita todos los días me llevó dulces, chocolates, pasitas, gomitas, chamuzcadas, pepitorias, y todo aquel caramelo o dulce que cruzara por su camino para que, cuando salieran mis padres, yo guardara silencio sobre los hombres que entraban a la casa.
… Ahora cada vez que pienso en sexo se me antoja un dulce.
viernes, junio 23, 2006
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4 comentarios:
Hasta intecambiables pueden ser.
Un abrazo
Gab
dicen que yo huelo a sexo
q p...to aasco
jajaja... orale... pero a poco no hay cosas que inconcientemente relacionamos cañon?
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